Cuando se puede llevar a cabo una obra conforme
a la razón común a los dioses y alos hombres,
nada hay que temer ahí. Pues cuando cabe lograr una utilidad
que va por el buen camino y que avanza de acuerdo
con tu constitución, ahí no hay daño alguno que recelar.
(Marco Aurelio, Meditaciones, libro VII, 53)
a la razón común a los dioses y alos hombres,
nada hay que temer ahí. Pues cuando cabe lograr una utilidad
que va por el buen camino y que avanza de acuerdo
con tu constitución, ahí no hay daño alguno que recelar.
(Marco Aurelio, Meditaciones, libro VII, 53)
CONFORME A LA RAZÓN COMÚN
El poblado celtíbero emplazado en el otero de Oruña pudiera ser el primer raigón de la villa de Vera de Moncayo. Romanos fundidores y hortelanos musulmanes arrancaron el fruto de la buena tierra. Los altoaragoneses del Rey Batallador se aclimataron pronto al Somontano. Los monjes del Cister roturaron la inculta entraña telúrica para alumbrar campos y huertas feraces. Sendos Pedros asolaron la comarca, luego repoblada con tino integrador de gentes y culturas... “El origen es una provincia del pasado, indiscutible, invulnerable, incorruptible” dice Fernando Savater y confirma con pasión indígena José Ángel Monteagudo, responsable de esta entrega directa, sin intermediación ajena a la propia esencia de un lugar de Aragón dotado de poderosas señas de identidad.
“Mi meta es el origen”, ha pensado, sin duda, el autor emulando a Karl Kraus. Nada tiene sentido si olvidamos la simiente e ignoramos su vicisitud en el curso del tiempo. La brújula del acontecer venidero imanta su eje orientador en el magnetismo del pasado, remoto y cercano. La infancia es territorio sagrado cuyos jalones recrea Monteagudo con amorosa fidelidad: las largas veladas invernales al calor del hogar, la esencia olfativa y palatal de los días felices, la evocación devota de la cocina familiar, del horno comunal, del aula infantil, de la libertad lúdica y plena en la calle de todos. El ayuntamiento y sus alcaldes, la iglesia y sus párrocos, la liturgia y sus cofrades, el río y los regantes, el frontón y sus contiendas, la fuente y su ambiente, el lavadero y su circunstancia, los peirones y otros hitos totémicos, los topónimos, los apodos y su porqué. Las fiestas y tradiciones extintas y las perdurables; las viñas, los olivares, sus frutos en sazón... La omnisciencia maternal del Cenobio y su larga sombra becqueriana, la paternal omnipresencia de la montaña mágica...
Todo eso y mucho más acoge esta obra, elaborada conforme a la razón común, con rigor y mimo –me consta– morosa en lo cordial y precisa en el dato. El autor ha consultado fuentes sin tasa de tiempo y esfuerzo, ordenado y sintetizado la sustancia histórica que ha aderezado con la sal de su memoria viva para lograr una obra de divulgación, ágil y amena, que ilusione a los del lugar y atraiga a los de fuera. Propios y extraños necesitaban de esta aproximación. Es la primera y, por ahora ... la mejor para sentirse en nuestro breve trayecto vital vecinos de la villa de Vera.
“Nada le impresiona a uno con un más vívido sentimiento de la brevedad de la vida, que la lectura de la historia” afirma John Stuart Mill en su Diario.
Con todo y en suma, quizá el mayor acierto de José Ángel Monteagudo, testigo de su tiempo, haya sido transmitir a los lectores el pálpito de su solar de origen en lenguaje directo y tono entrañable, como dejó dicho aquel gran poeta –Julio Alejandro– cuyas cenizas abonan el incipiente vástago de olmo que sus amigos plantaron en el paraje de La Aparecida, junto al viejo molino de Berola:
Quiero palabras sencillas
Sin oropel ni bandera,
Palabras de campo corto,
Da casa chica y de acequia.
Sin oropel ni bandera,
Palabras de campo corto,
Da casa chica y de acequia.